De Juan Gossain.
El terrible mal de
Minamata, como lo saben los japoneses, porque las empresas en cualquier parte
del mundo, en Tokio o en Majagual, arrojan porquerías químicas a las
corrientes, y primero se pudren las aguas, y después nacen degenerados los
peces y los camarones, y después nacen sin ojos los niños cuyas madres, en
aquellos caseríos extraviados de la mano de Dios, consumen esa agua y esos
pescados.
En las cabeceras de
ambos ríos, las compañías mineras, que buscan oro entre la tierra, hacen sus
excavaciones con un sancocho de mercurio y ácidos. Arroyos y acequias se llevan
el mazacote. Los bocachicos mueren con la boca abierta en los playones. Las
espigas de arroz no volvieron a crecer.
En medio del desastre
causado por las inundaciones, y como si fuera poco, las yucas harinosas de
antes florecen ahora con un hongo químico a manera de cresta. El hambre campea
entre los pocos ranchos que no se ha llevado el invierno. Las emanaciones de
las lagunas huelen a lo mismo que huele un laboratorio de detergentes.
Hay que decir, también,
que los empresarios mineros se defienden diciendo que Ordóñez Sampayo está
loco. Claro que está loco: ningún hombre cuerdo expone su pellejo ni dedica su
vida entera a defender a un ruiseñor, una mojarra, un plátano pintón, una
mazorca de maíz o a una mujer embarazada que carga un fenómeno en el vientre.
Epílogo
Aquella mañana, cuando
los pescadores de Santa Marta regresaron a la playa, el periodista Caballero
los acompañó en su tarea de descamar y abrirles el buche a los escasos pescados
que traían.
-¿Qué es eso?
-preguntó, intrigado, al ver unas bolas negras en el estómago de un bagre.
-Carbón, amigo -le
contestó uno de ellos, levantando el animal-. Pelotas de carbón. Eso es lo que
comen ahora.
Caballero tomó más
fotografías y se las llevó a algunos funcionarios de la industria carbonera.
-No se preocupe -le
contestó el gerente-. Vamos a construir un nuevo muelle de última generación.
-No lo dudo -dijo el
reportero, con una mueca de dolor que parecía sonrisa-. No lo dudo: será la
última generación.
El día que Caballero me
contó esa historia, y me enseñó sus fotografías, ya no sentí ganas de echarme a
llorar, como la vez aquella del langostino bañado en combustible. Lo que sentí
ahora fue rabia. Cuando ya no quede una sola hoja de acacia, cuando el último
pulpo haya muerto atragantado con ácido sulfúrico y cuando nuestros nietos
nazcan con un tumor de carbón endurecido en la barriga, entonces será demasiado
tarde. Dispondremos de computadores infrarrojos de última generación, pero ya
no habrá agua para beber; los celulares de rayos láser se podrán comprar en las
boticas, pero el sol no volverá a salir; los niños encontrarán el algoritmo de
28 a la quinta potencia con solo cerrar los ojos, pero dentro de 20 años no
sabrán de qué color era una golondrina.
Los invito a todos a
ponerse de pie antes de que se marchite el último pétalo. Usen el arma
prodigiosa del Internet para protestar. Hagan oír su voz. Que el correo
electrónico de los colombianos sirva para algo más que mandar chistes y
felicitaciones de cumpleaños. Porque, si seguimos así, el día menos pensado no
quedará nadie que cumpla años. Ni quién envíe felicitaciones.