De: Juan Gossain.
Un antiguo compañero periodista, al que recuerdo con mucho cariño desde cuando trabajábamos juntos en la radio, me escribe para contarme que, entre papeles polvorientos y fotos amarillentas, encontró un texto mío que se refiere a la historia del señor Lamparita y de su perro. Me lo reenvía por el correo electrónico y aprovecha para preguntarme si yo creo que las moralejas de aquel episodio pueden servir para algo en la Colombia de nuestros días, tan llena de trampas, de angustias, de virulencia y agresiones, de corrupción e injusticias. Me quedo pensativo... Para que nos vayamos entendiendo, cuando yo era un niño que apenas levantaba una cuarta del suelo –y no voy a repetir otra vez que eso fue en el siglo quince–, vivía en San Bernardo del Viento, en una choza de paja y bahareque, al lado de la carpintería de Andrés Morillo, un hombrecito forastero, mezcla de indio con negro, de color gris, escaso de estatura y con unos ojos tan pequeños y rasgados que parecían dos lamparitas a punto de apagarse. Nadie supo nunca cuál era su verdadero nombre.
Era un hombre solitario que se ganaba la vida haciendo pequeñas tareas en las casas ajenas: botaba la basura de una casa, en otra pintaba una pared con cal, asoleaba arroz en los patios, cargaba bultos en las lanchas de madera que llegaban de Cartagena.
Nunca en la vida he podido olvidar al señor Lamparita. Ahora mismo me parece que lo estuviera viendo, con su eterno sombrero de concha rústica y la camisa caqui desteñida en los hombros, saludando cariñosamente, con la mano en alto. Jamás se le conoció mujer, hijos o pariente alguno. Solos, él y su perro inseparable, trotando por el pueblo. El perro era grande, recio, de pelo marrón y cara seria.
Cuando uno lo contrataba para cualquier oficio pasajero, eso incluía, sin necesidad de pactarlo, un poco de almuerzo para el señor Lamparita. A la hora del descanso, en el patio, él y su perro comían en el mismo plato. No es que le diera las sobras, ni de fundas, sino que compartían por partes iguales lo mejor de las vituallas. Al terminar, como lo recuerda el pueblo entero, el perro le lamía la mano en señal de gratitud. Hasta que un día, para perplejidad e inquietud del vecindario, el señor Lamparita se esfumó como por ensalmo. A pesar de las búsquedas y averiguaciones, nadie volvió a saber de él. Fue entonces cuando, de manera simultánea con su desaparición, empezaron a ocurrir sucesos extraños en las tiendas y ventorrillos de San Bernardo del Viento.
Cierta mañana lluviosa se perdieron del negocio de Luis Ramón Lugo dos quesos enteros. Del mostrador de mi padre, un mesón de tablas enrejadas, alguien sacó varias bolsas de sal y otras de azúcar. De donde el Niño González se llevaron un racimo de bananos y media docena de plátanos maduros. A Josefina Pacheco le robaron panes tostados y galletas de dulce.
La gente se estaba enloqueciendo con las andanzas del ratero anónimo, en una aldea donde jamás había existido un solo ladrón. La verdad salió a relucir cuando hizo su entrada en el misterioso caso el único agente de policía que había en el pueblo, mi tocayo Juancho Ortega, compadre de todo el mundo, tan pobre que no llevaba arma alguna, ni siquiera un bolillo de madera, y para infundir autoridad tenía el revólver pintado con tiza en el muslo del pantalón. Una mañana, desde la calle, Ortega vio al perro de Lamparita que hociqueaba por debajo de un mostrador, sacó una gaseosa y salió corriendo, con ella colgada de los dientes. Lo siguió discretamente. El perro entró en el rancho de su amo. El policía también. Allí, tirado en un catre harapiento, entre quejidos y llanto, en medio de la soledad, estaba el señor Lamparita, muriéndose de dolor a causa de la artritis. Y a su lado, dispersos por el suelo de tierra, restos de los productos que se habían perdido en los últimos días: carne, huevos, arroz. El perro robaba para alimentar a su amo, que, agobiado por la enfermedad, estaba incapacitado para trabajar.
Ante el policía y los vecinos que acudieron a sus llamadas, Lamparita juraba, por lo más santísimo y con los dedos en cruz, que él jamás le había enseñado al perro que hiciera semejante cosa.
–Les juro que yo no lo mandé –clamaba el pobre hombre, pidiendo perdón–. Es más, les garantizo que el perro ni siquiera se come lo que trae, hasta que yo también empiezo a comer. Comemos juntos, como lo hacíamos cuando íbamos a trabajar. La historia se regó de inmediato, de casa en casa, y las mujeres que madrugaban a comprar el almuerzo en la carnicería de mi tío José Behaine no hablaban de otra cosa. Desde entonces, cuando el perro pasaba por la calle, la gente se detenía a aplaudirlo.
Unos años después murió el señor Lamparita, agobiado por sus achaques. El perro no volvió al rancho. Dormía cada noche en una casa diferente. Hasta que un día lo vieron tomar el camino que conduce a Lorica y jamás volvieron a saber de él.
A partir de aquellos sucesos, un nuevo proverbio fue incorporado al lenguaje coloquial de San Bernardo del Viento. Cada vez que una persona ayuda a otra o hace unos favores, le dan un abrazo y le dicen: “Noble y bueno, como el perro de Lamparita”.
Vuela el tiempo. Cambiamos de escenario y de época. Veo venir la vejez a lo lejos y me vuelvo viejo. Han pasado muchos años, más de los que mi corazón puede resistir sin un suspiro de nostalgia, y ahora soy un jubilado que vive en Cartagena, frente a la legendaria bahía que rodea la ciudad, por donde pasaban en la Colonia piratas y comerciantes, y que ahora está salpicada de edificios, puertos, fábricas y atardeceres. Resulta que el otro día, mientras iba amaneciendo, me levanté de la silla donde escribía esta crónica y me senté en el balcón para ver la salida del sol sobre el agua, detrás de los cerros, más allá de la ciénaga de la Virgen.
De repente, ante mis ojos pasó una bandada de pájaros grandes que volaban mar adentro. El grupo lo encabezaba un alcatraz enorme, con la bolsa esponjada bajo el pico, que planeaba con las alas abiertas pero sin moverlas, como si fuera un avión. Lo seguían dos o tres gaviotas, una tijereta –ese pájaro marino que tiene la cola hendida como una tijera abierta– y, para más asombro, un gallinazo que cerraba la fila. Un gallinazo, ni más ni menos.
Iban en busca del desayuno, solidarios, viajando juntos, en armonía y como buenos camaradas, ayudándose unos a otros. Antes de llegar a la punta del Judío, donde queda el Club Naval, se arrojaron al agua, en grupo, y empezaron a comer. Ninguno le arrebató un pedazo al otro. El único que no se atrevió a lanzarse fue el gallinazo, porque se hubiera ahogado, y prefirió ponerse a sobrevolar en círculos. Luego regresaron a la playa, en el mismo orden, a tomar el sol. Eso fue en la mañana. Esa misma tarde salí a dar una vuelta por el paseo peatonal que circunda a la bahía. Y fue entonces cuando vi aquella escena que me dejó estremecido el corazón. Por el borde del mar venía andando un cardumen de sardinas, las cuales se mueven tan rápido que van rizando el agua. Algunas se levantan de una manera vertical y, paradas sobre la cola, se desplazan con una velocidad garbosa, moviéndose como si fueran modelos que desfilan en una pasarela.
Entre las piedras estaba una garza blanca, que tenía encogida una de sus largas patas desde la rodilla. Estiró el pico y agarró una de las sardinas más grandes. La echó sobre la arena. El pescado se agitó hasta morir. La garza se dispuso a comerse su banquete, pero en ese momento se acercó caminando una gaviota pequeña con cara de hambrienta. Detuve mi camino porque vi venir una pelotera entre los dos animales.
Pero lo que vi me dejó con la boca abierta. La garza partió media sardina y se la tragó. Después, con la punta del pico, empujó el resto hacia la gaviota, para que también comiera, dio dos golpes de ala y levantó el vuelo. No sé si la gaviotica le habrá dado las gracias, porque todavía no entiendo muy bien el idioma de los pájaros marinos, pero lo cierto es que aquella escena me dejó conmovido. Mientras la garza compartía su pedacito de pescado con un camarada hambriento, en algún lugar de Colombia –en varios, la verdad sea dicha–, unos hombres sin alma se estaban robando el dinero destinado a la comida de los niños más pobres del país. Pasan cuentas de 40.000 pesos por un mísero pedazo de pechuga que apenas tiene siete centímetros de alto. Y otros andan saqueando los presupuestos para enfermos de cáncer que no tienen forma de pagar un médico.
Mientras evoco entre las brumas del tiempo la parábola del perro de Lamparita, que buscaba comida en un acto de gratitud y justicia, para retribuirle a su amo enfermo todos los almuerzos que él le había dado, en los tribunales más altos del país descubren a magistrados que se enriquecen vendiendo sus sentencias, liberando culpables o condenando inocentes. En el Congreso nacional se encuentran parlamentarios que esperan sentados el soborno de los contratistas privados.
Y después dicen que los animales son los irracionales. Juan el Bautista, ese personaje fascinante que era primo de Jesucristo, vivía a campo traviesa, dormía bajo los árboles, se alimentaba de hojas y bebía el agua de las acequias, solía pregonar que si el hombre quiere ser mejor de lo que es, debería mirarse en la nobleza de la vida comunitaria que hacen los animales.
Recuerdo ahora un antiquísimo proverbio chino según el cual si la gente se arregla todos los días el cabello, ¿por qué no se arregla también el corazón?
Cuándo será que aprenderemos del perro de Lamparita, de los pájaros solidarios que se unen en hermandad para comer en la bahía, de la garza generosa que comparte su pedazo de pescado. Cuándo será
jueves, 25 de enero de 2018
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