Científicos, pensadores, poetas, artistas y ciudadanos del
común han sufrido las consecuencias del absolutismo religioso.
Por: Fernando Araújo Vélez
En nombre de Dios, sus creyentes, sus devotos, se tocaron en
la vanidad, en la soberbia y los absolutos, en la sangre y en la muerte, en el
poder y en la injusticia. Como le explicaba el Dios de Judea a Jesús en un
pasaje del Evangelio según Jesucristo, de José Saramago, cuando le hablaba del
poder que tendría: “Es, por ejemplo, ver, siempre, cómo te veneran en templos y
altares, hasta el punto, puedo adelantártelo ya, de que las personas del futuro
olvidarán un poco al Dios inicial que soy yo, pero eso no tiene importancia, lo
mucho puede ser compartido, lo poco, no”.
Todos fueron ambiciosos por los siglos de los siglos. Los
dioses y sus discípulos, o aquellos que se hicieron pasar por sus discípulos.
“¿Ayudar a qué?”, le preguntaba Jesús a su creador, de nuevo según Saramago, en
una barca alejada de las orillas, de los humanos y sus miserias. Hablaban sobre
la razón de ser de Jesús, sobre el porqué de su sacrificio. Él, Jesús, quería
saber. Dios le respondió: “A ampliar mi influencia para ser Dios de mucha más
gente (…) Si cumples bien tu papel, es decir, el papel que te he reservado en
mi plan, estoy segurísimo de que en poco más de media docena de siglos, aunque
tengamos que luchar, yo y tú, con muchas contrariedades, pasaré de dios de los
hebreos a dios de los que llamaremos católicos, a la griega”.
Luego le explicó que su papel en el gran plan sería el de
mártir. “El de mártir, hijo mío, el de víctima, que es lo mejor que hay para
difundir una creencia y enfervorizar una fe”. Después le dijo que moriría de la
forma más dolorosa e infame, “para que la actitud de los creyentes se haga más
fácilmente sensible, apasionada, emotiva”, y por último, le confirmó que
fallecería en la cruz. Jesús quiso renunciar a su destino. Fue rebelde ante
Dios, su padre, quien le explicó, “Todo cuanto la ley de Dios quiera es
obligatorio”.
Después, derrotado, indefenso, preguntó por qué lo necesitaba
a él: “Con el poder que sólo tú tienes sería mucho más fácil, y éticamente más
limpio, que fueras tú mismo a la conquista de esos países y de esa gente”. Dios
le respondió: “No puede ser, lo impide el pacto que hay entre los dioses, ese
sí, inamovible, de nunca interferir directamente en los conflictos, ¿me
imaginas acaso en una plaza pública, rodeado de gentiles y paganos, intentando
convencerlos de que el dios de ellos es un fraude y que el verdadero Dios soy
yo?”.
Pese a sus rivalidades, todos ellos, los dioses, dioses de
altos intereses, supieron hacer tratos para seguir manteniendo sus poderes. No
les convenía, jamás les convino, que los simples mortales se les opusieran,
porque esos mortales podrían pecar, y pecar era matar, robar, blasfemar,
atropellar, defraudar, mentir, herir, y mientras más lo hicieran, mejor, pues
luego buscarían a Dios para redimirse, pero que no dudaran de Él. Jamás. Por
eso, quienes los negaron terminaron quemados, como Bruno Giordano, quien entre
el fuego escupió la cruz, o fueron excomulgados, como Voltaire, quien fue
encarcelado por decir cosas como “me gustaría poder amar a este Dios en que
busco a mi padre, y a quien me presentan como un tirano al que no tengo más
remedio que odiar”.
En el nombre de Dios, quienes renegaron de él terminaron
vilipendiados por quienes tenían que estigmatizarlos para borrarles su
credibilidad, y así, mantener su poder. Nietzsche, Schopenhauer, Marx,
Baudelaire, Rimbaud, Saramago y tantos otros, finalizaron sus vidas, con sus
obras, en lo más profundo de los infiernos, o infinitamente heridos de
amor-muerte, como el rey portugués Pedro El Severo, quien vio a su padre
asesinar a su amada, Inés Pirez de Castro. Luego, irónico, le prometió que en
el cielo vería de nuevo a Inés. El rey le respondió: “Además de canalla y
criminal, padre, eres un mentiroso, pues si Dios existe no permitiría que
víboras como vosotros existieran”.
“¿Leen los dioses?”, se preguntaba tiempo atrás Cees
Nooteboom en una de sus Cartas a Poseidón. “Mi pregunta no pretende ser
impertinente, sólo que de repente caí en la cuenta de que no recordaba ninguna
imagen de un dios leyendo”. Más adelante les preguntaba, directo, desafiante
incluso, luego de haber relatado parte de las preocupaciones de Tales de MiIeto
y de Anaximandro, su discípulo, por el origen de todo. “Y vosotros, dioses,
¿leísteis algo sobre eso? ¿Pensábais en esas cosas? ¿O acaso vivíais
cómodamente recluidos en vuestros propios mitos, arropados por la adoración de
los mortales y sus ofrendas, seguros de vuestros asuntos?”. Después de que
hubiera recordado que Pitágoras “vio el alma de Hesíodo gritando amarrada a una
columna de bronce y el alma de Homero colgando de un árbol rodeado de
serpientes, condenados ambos al sufrimiento por todo lo que habían dicho sobre
los dioses”, Nooteboom concluía: “Tal vez tu inmortalidad se deba a eso, a las
obras de los grandes poetas, gracias a las cuales seguimos sabiendo de ti”. Los
poetas escribieron sobre Dios, y en nombre de Dios lo perpetuaron, en forma de
condena o en medio de infinitas reverencias. Unos fueron ubicados hasta la
eternidad “a la diestra de Dios padre”. Los otros fueron proscritos y enviados
a ese mundo de lenguas de fuego que describió James Joyce, uno de esos
condenados: “Nuestro fuego terrenal, nuevamente, no importa cuán violento o
extendido esté, siempre tiene un alcance limitado; el lago de fuego del
infierno, en cambio, no tiene fronteras, ni riberas, ni fondo. Está escrito que
el diablo mismo, cuando un soldado le preguntó, estuvo obligado a confesar que
si una montaña fuese arrojada al océano ardiente del infierno, sería consumida
en un instante como un trozo de cera. Y este terrible fuego no afectará los
cuerpos de los condenados solamente en lo externo, sino que cada alma será un
infierno en sí misma, el ilimitado fuego debatiéndose en sus centros más
vitales. Oh, ¡qué terrible es la masa de esos seres infelices! La sangre hierve
y bulle en las venas, los sesos hierven en el cráneo, el corazón en el pecho se
vuelve incandescente y a punto de explotar, los intestinos como una masa al
rojo vivo de pulpa ardiente, los delicados ojos en llamas como esferas
derretidas”.
En nombre de Dios fue creado ese infierno, letra por letra,
sufrimiento tras sufrimiento. El miedo como arma letal para que se hiciera “su”
voluntad y la de unos cuantos. El miedo como una bomba para obedecer, para
detener, para convencer. En la Biblia dice, dijeron una semana atrás unos
mineros y recordaron que con oro se había construido el altar al señor. En la
Biblia dice, gritó un mes atrás un congresista para censurar a los gays. En la
Biblia dice, repiten todos los días y hasta la saciedad aquellos que pretenden
dominar, decidir, controlar, obligar, someter. En la Biblia dice, dijeron los
sacerdotes de la Santa Inquisición luego de haber quemado a decenas de decenas
de inocentes, acusados de brujería por no rezar el santo rosario, y dijeron los
cruzados después de haber regado las tierras santas de guerras, de sangre, de
muerte y odio. En el Corán dice, dijeron quienes estrellaron sus aviones contra
las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre del año 2001. En el Corán
dice, dijeron también quienes condenaron a muerte al escritor Salman Rushdie
por haber escrito sus versos satánicos, pues sólo ellos, y nadie más que ellos,
eran los poseedores de la verdad. Ellos, los inquisidores, los cruzados, los
censores, los terroristas, las voces de Dios.